Los muertos del tren minero



Mediodía de agosto de 1983 en la desértica bahía de Media Luna, al extremo norte de la península de La Guajira. El aire está detenido y no se oye el rumor del mar. El sol distorsiona el horizonte. Desolación sobrecogedora. Un ambiente hostil para la vida. Aquí sobreviven los indígenas wayúus desde hace siglos, pero lo que está a punto de suceder en su territorio les trastornará sus vidas para siempre, y provocará que sus preciados animales participen de un misterioso y brutal ritual de suicidio. Perderán la fe en sus creencias.

Un estruendo retumba a kilómetros y espanta la escasa vida del desierto. Los indígenas salen de su sopor en sus rancherías. El ruido es aterrador. No se asustan. No le temen a nada, excepto a los espíritus después de la muerte. Se arman con sus escopetas. Valentía y orgullo ancestral. Un indígena otea el resplandor del mar y otro pega la oreja en el suelo. Creen que el ruido viene de bahía Portete, donde “los gringos malos” construyen un enorme puerto para sacar el carbón, como ellos los distinguen de los “gringos buenos” de la célebre y triste ‘bonanza marimbera’ de años atrás. El estropicio tal vez sea el tren minero que ansían ver, no por novelerías sino por saber qué amenaza será el “demonio de acero” con el que deberán convivir para bien o para mal.

La multinacional norteamericana Morrison K-nudsen ensambla el complejo El Cerrejón, más tarde la mina de carbón a cielo abierto más grande del mundo. Los indígenas están rabiosos. La explotación del mineral y su transporte hasta el mar atravesará 150 kilómetros de su territorio. Territorio sagrado. Arrasarán sus rancherías, el refugio de sus animales y los abrevaderos que sustentan la vida. Destruirán sus lugares de fe. Un insulto para sus muertos. Una humillación para los vivos, según la creencia. Les hierve la sangre.

Ven una caravana de gigantes y bulliciosos camiones. No es el tren. Se le atraviesan en el camino. Un campero blanco se detiene. Dos personas se bajan en medio del polvorín y saludan a los indígenas. Son negociadores de la operadora de la mina. Uno es un paisa hábil en el arte de la palabrería. Su compañero tiene sangre wayú, apellido inglés y habla wayunaiki, la lengua nativa. Sabe cómo lidiar con sus paisanos: dinero o especie. Palabrea con el jefe del clan y reanudan la marcha.

Por la noche, el jefe del clan reúne al palabrero y al soñador, dos sabios consejeros. Creen que los camiones no son un peligro. No saldrán de la mina. El tren es el enemigo, insisten. Es un intruso en sus tierras. El tren cargado de carbón profanará el cielo sagrado de Jepira, el lugar adonde van las almas de los muertos. Pero no imaginan lo que en realidad provocará el tren minero a su paso por el desierto: arrojará una nube tóxica de polvillo de carbón y contaminará el aire limpio de toda La Guajira y su mar virgen. Envenenará el suelo y las plantas. El agua y el aire. Matará a los animales. Matará a las personas.

“Los espíritus se enojarán cuando el tren pase por nuestro suelo sagrado”, dice Eriberto Epieyú, un curandero mágico. Ira. Se dirige a la Piedra Aalasu, un petroglifo con los símbolos de los clanes y que narra la historia de los wayúus. Es una peregrinación de 78 kilómetros a pie descalzo que le robustecerá el orgullo de su raza. Le recordará cómo conquistaron este territorio agreste y salvaje. Le recordará que así es el mundo de sus almas: salvaje y agreste.

No todos los indígenas tienen el coraje de este hombre. La cultura ‘marimbera’ de los años setentas reivindicó la naturaleza valiente y altanera de los wayúus y muchos no quisieron volver a sus viejas costumbres. Migraron a la guajira venezolana, otros conformaron temibles bandas criminales que asolaron a los árabes de Maicao y a la troncal del Caribe. Pero cientos de ellos deciden trabajar en la ‘bonanza’ del carbón. Quieren ser vigilantes. Aman las armas. Les gusta defender territorios. Lo llevan en la sangre.

Un sabio indígena advierte del peligro de trabajar en el Cerrejón. Una tierra “maldita” para ellos. La razón es histórica. Durante la Rebelión Wayúu contra los españoles en 1769, los nativos que murieron allí no fueron devueltos a sus lugares sagrados de entierro, como manda la ley india. Nadie escucha al viejo. Para algunos será su último trabajo. Morirán por la lenta y dolorosa enfermedad del carbón, aunque para otros será por la venganza de los espíritus.

El “demonio de acero”

En 1984 el tren se prepara para su primer viaje anticipado de carbón. La multinacional no sabe cómo reaccionarán los indígenas. Cientos de ellos salen al encuentro del tren. La multinacional les ha advertido:“el tren no puede frenar, el tren es muy largo, el tren pita muy fuerte, y nunca deben acercarse a la línea férrea…” Los pobladores de la bahía de Media Luna, cerca al muelle carbonífero, se apiñan al lado de los rieles con una caterva de animales. Los más adultos están vestidos para la ocasión. Sombrero, camisa colorida, guayuco y guaireñas, en lugar de pantalón y zapatos. Se cruzan de brazos y miran desafiantes con sus gafas Ray-Ban, para sentirse más importantes. Herencia ‘marimbera’.

El tren asoma con su estruendo y hace temblar la tierra. Los animales se inquietan. Los indios se tambalean. Los niños no saben si tirarle piedras o saltar alegres. Los animales están nerviosos. Un chivo intenta cruzar la línea… Es destripado y salpica sangre sobre los indígenas. Minutos más tarde pasa el último vagón. Están mareados. Mide más de dos kilómetros de largo y arrastra 120 vagones con nueve mil toneladas de carbón. Los indios ven desaparecer al tren rumbo al mar. El jefe del clan se queda mirando hacia el cielo de El Cabo de la Vela, Jepira para ellos, la morada de los muertos. Una nube negra ensombrece el cielo. Se pasa la mano por su brazo empolvado de negro. Lo huele y lo prueba. “Los difuntos se molestarán”, dice. Los indígenas creen que los malos espíritus ocultos en la nube de carbón han regresado para vengarse de los vivos y de los muertos. Otra ofensa. Les hierve la sangre.

El precio de la muerte

Los indígenas le anuncian al gobierno el exorbitante precio del chivo atropellado. El Estado y la multinacional pagan. A la mañana siguiente los indígenas van a Jepira. El tren acaba de pasar. Una nube negra viene hacia ellos. Ira. Esta vez creen que el dinero no puede pagarles la humillación.

Los jueces de la República reciben más reclamos millonarios por la muerte de animales atropellados por el tren. Meses después encuentran sobre los rieles el cuerpo despedazado de un indígena. Más tarde empiezan a desfilar cuerpos de nativos descuartizados sobre el corredor ferroviario. Un muladar de la muerte que la prensa calla. Los muertos son indígenas borrachos, niños retozando, lisiados acostados adrede para reclamar la indemnización. Uno que otro suicida… El gobierno colombiano no sabe qué hacer ante el macabro escenario. Se fijan vallas preventivas en ‘wayunaiki’, la lengua de los wayúus y se crean escuelas para que aprendan a leerlo y a escribirlo. El Estado deja de pagar por los muertos del tren. Los accidentes fatales cesan, excepto por algunos borrachos acostumbrados a guiarse por la línea férrea para llegar a casa…

El brutal ‘suicidio’ animal

Un Operador guajiro del tren confiesa al cronista que lo acompaña en la travesía por el desierto en el ferrocarril más largo del mundo: “Ya perdí la cuenta de cuántos chivos y burros he atropellado, dice. Acciona un sensor. Un chorro de agua lava el parabrisas de la sangre y restos del animal recién arrollado. ¡Eso sí, nunca he atropellado a una persona!”, aclara.

Con los animales sucede un extraño fenómeno. Cuando el tren se acerca, los chivos se lanzan desesperados al otro lado de la vía y son destripados. El caso de los asnos es más perturbador. Los errantes animales abandonan sus refugios bajo la sombra y van directo a la línea férrea. Allí esperan pacientes al tren. La bestia vuela despedazada, mientras otros asnos y chivos miran como estatuas la ya conocida y temible escena. “Me dan lástima esos pobres animales, pero el tren no puede frenar”, dice el Operador.

El tren se acerca al Puerto. Se arquea lento y su cola se pierde de vista. Parece una monstruosa serpiente prehistórica desenroscándose, como el ofidio fósil más grande del mundo descubierto en 2006 en un manto de carbón del Cerrejón. El gigante de acero está vivo. Derrama el mineral sobre una banda transportadora que llena un enorme buque danés. El viento levanta una estela de polvillo de carbón sobre la bahía. Una nata negra se hunde en el mar virgen. A lo lejos se ve una nube negra sobre el cielo de El Cabo de La Vela, el sagrado Jepira. Es la misma nube tóxica que durante más de 30 años ha estado diseminándose por los aires de La Guajira, y cuyos pueblos cercanos a la mina ya perciben en las noches un olor sulfuroso y de sabor agrio cuando llueve: la lluvia ácida.

La cabeza del ‘monstruo’ se pierde en la ruta de vuelta a la mina. Hay que alimentar las insaciables centrales térmicas de la Unión Europea, Asia, el Lejano Oriente y medio mundo más. Un proceso que mueve la modernidad de la humanidad. Un proceso que arroja a la atmósfera millones de toneladas de los contaminantes que calientan la Tierra.

“Las tetas más bonitas del mundo”

La tarde se tiñe de rojo. El estéril y contaminado paisaje guajiro parece una inocente acuarela. Se ven las míseras rancherías, a los indígenas en sus últimas labores, a los animales mirando inquietos al tren…, a las adolescentes bañándose desnudas y alegres. Coquetean al Operador. El se resigna a contemplar la belleza virgen de estas indígenas de bronceado natural y lacios cabellos negros. “Las indias tienen las tetas más bonitas del mundo, ¡y son de verdad!”, dice con sano orgullo varonil. Ellas siguen su inocente y excitante juego de restregarse la molesta costra negra que se les pega a la piel y les hace toser un esputo negruzco y maloliente, como todas las tardes después del paso del tren.

Quedan atrás en su retozo feliz. El Operador las despide con besitos al aire. Se acomoda en su silla. La escena le ha dejado una sonrisilla malsana que sigue a la contemplación impotente de una adolescente desnuda. Enrolla una revista y se cruza de brazos. Se entera que ‘Papillón’, el célebre prófugo francés de la prisión de Cayena, gozó a dos jóvenes como las que dejamos atrás cuando se refugió en La Guajira en los años 30. Suspira resignado. Ahora se entera con desgano que su Departamento recibirá miles de millones de dólares de regalías que podrían transformar a la mísera Guajira en un paraíso. Que el agua desalinizada del Puerto es tan pura que puede usarse en la batería de los carros, aunque ningún municipio de La Guajira cuenta con agua potable. Que el escritor Jorge Isaac, “el del billete de cincuenta mil barras”, casi escritura los yacimientos de El Cerrejón…

Y salta de la silla como un loco al saber que al comienzo del siglo XX, Francia por poco compra toda La Guajira. Con su carbón y su gente: “¡Nojoda, hombe!, fuéramos franceses y ricos”. Y fabula imaginando su vida como un francés. A su ‘tronco’ de rubia de ojos azules. A su Guajira transformada de modernidad. Mira hacia afuera la tarde roja… En su rostro asoma la nostalgia que todo guajiro lleva dentro, y siempre oculta tras un exceso de alegría. Aquieta su imaginación. Regresa a la realidad de su tren y su Guajira, una tierra rica, pero increíblemente empobrecida y sedienta. Un pueblo que parece compensar su miseria material con la música vallenata: un sentimiento capaz de aliviar la penuria de siglos. Un pueblo que le ‘mama gallo’ a un país que se acostumbró a cantar, amar y matar en medio de un pestilente aire de indolencia y corrupción que también se respira en La Guajira, como el mortal polvillo de carbón que pudre los pulmones de esta tierra.

Enciende la radio. Suena un vallenato. Se contagia de vida. Mira el panel de instrumentos. Está alerta del tren y la vía. Una alarma suena y se enciende una luz roja. Hay algo sobre los rieles. Suena el estruendoso pito. Aparta la vista y simula ojear la maltrecha revista Semana con la que mata la demoledora soledad del tiempo en su moderna cabina. El violento impacto es sordo. El parabrisas se empaña con la sangre y restos del animal…

 Premio Nal. De Crónica Juan Rulfo 2011
Uriel Ariza-Urbina
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